A)- SOMOS LLAMADOS A SER “SANTOS EN LA PRÁCTICA”
Cuando vamos creciendo en nuestra relación con Dios, tomamos conciencia de que somos llamados a ser santos, no solamente como una expresión teológica o un formalismo. Porque vamos siendo conscientes que así debe ser la naturaleza de nuestro ser, porque quien nos ha santificado mediante su obra en la cruz del calvario, es santo y nosotros como lo declara su Palabra somos parte de su cuerpo y por ende no cabe otra alternativa que ser coherentes con El.
Cuando conocimos al Señor y nos entregarnos a El, fuimos declarados “Santos”, podríamos decir mas precisamente “santificados” (1º Corintios 6:11). Por eso ya no somos considerados “inmundos” por Dios porque nos apartó para El, para deleitarse con nosotros y con nuestro proceder, o sea, nos santificó. Ya no nos considera así y a su vez declara que nadie nos considere de esa manera, porque nos apartó para El.
Si bien en el momento de nuestra conversión a Jesucristo, nos declaró santos, también nos manda que ahora “perfeccionemos la santidad” (2º Corintios 7:1) y que “seamos santos” (1º Pedro 1:16) tomando una decisión no forzada, sino voluntaria de vivir como espera que lo hagamos.
Cuando leemos estos pasajes de la Biblia muchas veces damos por hecho que así ocurre, pero qué pasa si no es así. Si sólo lo damos por hecho o es sólo nuestro deseo, pero en realidad no sucede así.
B) - EL PECADO NO ES “ALGO” o “UN SER”
Hay personas que consideran al pecado como si fuese un ser espiritual que nos puede atacar y ser víctimas de él, desconociendo que si bien hay seres espirituales llamados demonios y el mismo satanás que nos proponen pecar y a su vez brindan todo lo necesario para facilitarnos que así suceda. El pecado en si, es hecho de haber desobedecido a Dios, sea esto en nuestro corazón, o habiendo llevado la desobediencia a la práctica.
Nunca somos victimas del “ataque” de nuestros pecados, pero si de sus consecuencias. El pecado es simplemente el nombre dado a nuestro yerro, al fruto de de nuestra concupiscencia, la “maldad de nuestro pecado”, manifestando lo que ya estaban en nuestro interior. Es claro que nadie peca en lo que no le gusta o le conviene. Sino como fruto de nuestra rebeldía interior, desobedeciendo lo que sabemos que Dios espera de nosotros.
También el apóstol Juan en su primera carta dice que quien es discípulo de Jesús no lo practica, no lo tiene por costumbre o hábito. Porque el verdadero discípulo no quiere pecar. Lo aborrece y también sus propios hechos si estos ofendieron a Dios. Si nos equivocamos, es por accidente o por ignorancia, pero aún así no nos justificamos ni nos defendemos al ser conscientes de ello, porque no soportamos convivir con nuestro propio pecado, aun más, no podemos soportarlo, “nos morimos por dentro”. Si lo guardamos sufrimos horriblemente. Tampoco culpamos a otros ni minimizamos nuestras acciones, ni los ponemos en el olvido, sino que nos arrepentimos sufriendo el profundo dolor que produce el haber ofendido a Dios. Confesamos nuestro pecado a Dios, al ofendido y en muchos casos a la autoridad espiritual, en estos dos últimos casos no para perdón, sino para vivir en luz y recibir el consejo y la ayuda necesaria. Clamamos a Dios que tenga misericordia y nos perdone. Huimos de pecar. Huimos de desobedecer a Dios.
También en ese marco, expresa Juan que, si teniendo comunión unos con otros, pecásemos sin darnos cuenta, el Señor nos limpia con su sangre. Pero al ser conscientes espontáneamente debemos arrepentirnos.
C) – EL “ESTADO O CONDICION DE PECADO”
¿Qué pasa cuando creemos haber crecido en santidad, haberla perfeccionado pero no es así? Se genera un círculo vicioso de pecado entre los amigos, la familia, los compañeros, y aún en algunos casos en la “iglesia”, etc. Produciéndose una lamentable retroalimentación pecaminosa que no es ni mas ni menos que una justificación corporativa. Llegando a vivir en un estado -a veces- parecido al que estábamos antes de conocer a Jesús. Con el agravante de que declaramos santos, sin serlo ahora, habiendo caído de la santidad inicial, por no haberla perfeccionado.
Cuando ocurre esto se genera un ambiente donde puede pulular el pecado y a la vez no ser conscientes de ello. Se cauteriza la conciencia, por vivir en un “estado de pecado”, manifestado por el engaño en cualquiera de sus formas, las críticas, el cuestionamiento, las mentiras, la rebeldía, la hipocresía, la murmuración, el chisme, la soberbia, etc. Esto produce un hedor, que todos advierten ¡Olor de muerte para muerte!
D) – EL OBRAR DEL ESPIRITU SANTO
Cuando vivimos en esta condición, la que podríamos definir como de “estado de pecado” no podremos seguir avanzando en la vida, aún más hemos emprendido un vertiginoso retroceso, hasta que declaremos “la verdad” objetiva, no “nuestra verdad” o “la verdad que otros quieren oír”, con profundo arrepentimiento. A consecuencia de este “estado” nuestra conciencia se ha ido velando, entonces el Espíritu Santo comienza a incomodarnos y a abrir nuestros ojos hasta que nos veamos a nosotros mismos tal cual como somos, como Dios nos ve y como nos ven los demás. Desconociéndonos y espantándonos de nosotros mismos.
Pueden ocurrir dos cosas en relación directa con nuestra respuesta a Dios: Nos hundimos en nuestro pecado o pedimos ayuda. Si ocurre la segunda –por decisión propia-, Dios comienza un proceso de limpieza hasta llegar a nuestra restauración, haciéndonos útiles y dignificándonos.
Al tomar o retomar el camino de procurar seguir creciendo en santidad, o para ser más específico con lo que nos dice la Biblia, perfeccionarla, comenzaremos a disfrutar de una creciente comunión con el Señor, experimentando el poder de la resurrección de Jesucristo. Para esto es necesario humillarnos, para así poder oír Dios y tener la fortaleza necesaria para dar estos pasos de fe y obediencia.
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