Dr. Rubén Jorge Rodríguez
Hace un tiempo me preguntaba por qué cuando aconsejamos a un discípulo, a veces no vemos los resultados esperados como consecuencia del consejo dado.
Ante una situación determinada como pastores tratamos de dar el mejor consejo basado en la Biblia, respaldado por nuestra experiencia, y sabiendo que cuenta con el consenso de nuestros colegas en el ministerio. ¡Todo está bien!, ¡Tiene que funcionar!, pero ¡No siempre vemos los resultados esperados, que tendrían que ocurrir!.
Esto genera incertidumbre en nosotros. Pasan muchos pensamientos por nuestras mentes y generalmente después de analizar el consejo que dimos, tratando de ver en qué nos pudimos haber equivocado, en primer lugar analizamos si el consejo que hemos dado lo hemos fundamentado correctamente en la Biblia, y generalmente concluimos en una “verdad”, ¡No ocurrió el cambio porque la persona no hizo caso, o lo hizo parcialmente!. Sin embargo es necesario también detenernos a reflexionar si le dimos el consejo específico de Dios basado en la Bíblia, o sólo le prescribimos “nuestra excelente verdad”?.
Somos conscientes entonces de que si el consejo dado no ha producido el efecto que debiera producir, pudo haber sido por dos motivos: Que el consejo que estamos dando no salió de Dios sino de nuestros esquemas de pensamiento con “olor a cristianismo”, o porque la persona no recibió la palabra que vino de Dios -o decidió no ponerla en práctica-, como le sucedió a Israel con los profetas de Dios, o como le pasó al joven rico con Jesús.
La experiencia de años tratando situaciones similares enriquece el consejo, y el saber que otros colegas hubieran dicho lo mismo también, pero aún así pueden quedar en nosotros residuos de frustración que estimulan a que en forma progresiva e imperceptible la fe decaiga.
Cuando aconsejamos, enseñamos, animamos, corregimos, testificamos, etc., no sólo estamos dando un consejo, o enseñando a alguien, animando al desanimado, corrigiendo para restaurar a un hermano, testificando sobre la obra del Señor en nosotros o en otros, etc. sino que debemos ser conscientes que somos voceros de Dios. Si la palabra fresca de Dios no está en nuestra boca y en el momento oportuno basada en la Palabra, por revelación y confirmación del Espíritu de Dios, no seremos voceros de El en su cabal expresión ya que puede haber contaminación de otros o de nuestro propio “yo” en el consejo dado.
Frente a la necesidad de aconsejar siendo conscientes que tenemos que dar el consejo de Dios como sus voceros, -basados en la Biblia, que contiene el incuestionable “Consejo de Dios”- debemos antes de decir algo, tomarnos un tiempo para buscar en la presencia del Señor para tener convicción sobre lo que quiere concretamente que aconsejemos y de qué manera hacerlo. Después de un tiempo viene la confirmación del Señor a nosotros y nos da la gracia para comunicar la verdad fundamentada en su Palabra.
Sabemos y enseñamos lo que dijo el Señor: “…así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada para aquello para que la envié”. (Isaías 55:11). Esto lo entendemos aplicándolo y correctamente por cierto, a todo el Consejo de Dios y Sus promesas que encontramos en la Biblia. Creemos a consecuencia de esto y esperamos que al comunicarlo, provoque los resultados esperados por la acción del Espíritu Santo, en algunos casos en forma inmediata y en otros a través del tiempo.