Nuestro llamamiento y esperanza


Lic. Emir B. Aguayo

Cuál ha de ser nuestra esperanza
1° Pedro Cap. 1
“3 Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, 4 para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, 5 que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero. 6 En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, 7 para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, 8 a quien amáis sin haberle visto, en quien creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; 9 obteniendo el fin de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas. 10 Los profetas que profetizaron de la gracia destinada a vosotros, inquirieron y diligentemente indagaron acerca de esta salvación, 11 escudriñando qué persona y qué tiempo indicaba el Espíritu de Cristo que estaba en ellos, el cual anunciaba de antemano los sufrimientos de Cristo, y las glorias que vendrían tras ellos. 12 A éstos se les reveló que no para sí mismos, sino para nosotros, administraban las cosas que ahora os son anunciadas por los que os han predicado el evangelio por el Espíritu Santo enviado del cielo; cosas en las cuales anhelan mirar los ángeles. 13 Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; 14 como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; 15 sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; 16 porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo. 17 Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra peregrinación; 18 sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, 19 sino con la sangre preciosa de Cristo, como de un cordero sin mancha y sin contaminación, 20 ya destinado desde antes de la fundación del mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, 21 y mediante el cual creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y esperanza sean en Dios. 22 Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; 23 siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre.  Porque:

Toda carne es como hierba,
Y toda la gloria del hombre como flor de la hierba.
La hierba se seca, y la flor se cae;
25 Mas la palabra del Señor permanece para siempre.

Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada.”

Nos hizo renacer para una esperanza viva.
Nuestra esperanza nos mantiene vivos, porque es viva. No necesita ser enriquecida por factores externos a si misma.

¿De qué se nutre un ser vivo? Se nutre y alimenta de aquello que es su esencia, su naturaleza. La esperanza que nos da vida, es engendrada en Dios “…por la resurrección de Jesucristo de los muertos…”. De esta manera, no tenemos como alimentarla con elementos humanos (expectativas, alegrías, emociones, sentimientos, etc.), sino que está fundada en la fe, que proviene de Dios.

 Esta fe es la que es probada, y al ser probada, se fortalece, siendo el objetivo de estas pruebas y ensayos, el momento en que Jesucristo sea manifestado, entonces se verá qué clase de fe era: se podrá alabar a Dios, darle la gloria a El y honrarlo por la calidad de esa fe. Esa calidad puede ser muy buena, buena solamente, regular o mala. Hay cosas que, si bien sabemos son de mala calidad, no por eso dejan de ser. Cuando nos referimos a un elemento que simula ser original, pero no lo es, podemos decir que es una buena imitación. Todo lo exterior simula originalidad, pero ¿cuándo nos damos cuenta que no tiene los estándares de calidad que tienen un elemento original? Cuando es sometido a una prueba. Si se trata de una prenda, con el lavado se demuestra si la misma es original, ya que el agua y los químicos que operan en los jabones atacan todas sus fibras. Si se trata de un componente del automotor, también cuando es sometido al trabajo exigente para el cual fue diseñado, vemos su calidad de producto original: si no resiste, sabemos que no era genuino. Cualquiera sea el elemento, solo la prueba a que es sometida revela sus cualidades internas.

Dios no necesita saber quiénes somos, o de qué calidad es nuestra fe. El nos conoce bien y sabe todo acerca de nosotros. Entonces el objetivo de las pruebas es para nosotros, para poder formar en nosotros un hombre nuevo, que no tenga su certeza y esperanza cuando las cosas marchan bien, sino en todo tiempo, sea de bienestar o sea de tribulación.

Lo que hemos visto en este último tiempo como congregación ha sido la fe de nuestra hermana Liliana, quien se incorporó a la congregación luego de reconciliarse con Cristo hace unos pocos años atrás. Luego comenzó con un proceso de enfermedad en su cuerpo que culminó con su partida en pocos meses. A raíz de una metástasis que resultó de difícil diagnóstico para los médicos, estuvo sometida a tratamientos con drogas para mitigar un intenso dolor, en tanto se la envió a su domicilio ya que los profesionales declararon que ya nada podían hacer. En estas condiciones, participó en domingos sucesivos de las reuniones de la Iglesia, manifestando sólo con su vida y su presencia mucho más que lo que se pudiera decir con palabras.

Ella fue probada en diversas pruebas, y podemos dar testimonio que su ser reflejaba a Jesucristo. Ella fue mostrando y ensayando su fe a través de todo este tiempo, y ahora sabemos que esta con el Señor Jesús, por lo que ella ha declarado y por lo que ella ha vivido.

La Escritura es muy clara y concreta cuando dice, en Romanos 10:9-11 …que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo. Porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación. Pues la Escritura dice: Todo aquel que en él creyere, no será avergonzado.”

Se cree con el corazón, pero con la boca se confiesa para salvación. Y esta fe se traduce en hechos concretos. En el caso de nuestra hermana, no se escuchó de su boca ninguna queja. Aquellos que pudimos ver su rostro en medio de la aflicción, vimos una sonrisa, reflejando el espíritu de Cristo. Los que iban a visitarla cuando estaba internada, iban con aprehensión y temor en su ánimo, porque no sabían con qué cuadro se iban a encontrar. Pero salían gozosos, animados, fortalecidos, renovados, y llenos de fe. ¡Qué contraste! ¡Qué tremendo! Uno cree que tiene que ir a consolar, y es consolado. Uno cree que va a fortalecer al otro, y es fortalecido. Uno piensa. – ¿Qué le digo? Y comprueba que no tiene que decir nada, todo está dicho. ¡Alabado sea el nombre de Jesucristo!

Así debe haber ocurrido ese día, cuando Jesucristo fue a la cruz, a morir por nosotros. Muchos le injuriaban, y lo maldecían. Pero los que se acercaban con fe, para ver lo que ocurría, se daban cuenta que la muerte no tenía ningún poder sobre El. Que era santo y justo, que no tenía que estar en ese lugar. Que a pesar de todo eso, bendecía sin palabras a los que se acercaban con fe.

Ceñir los lomos de nuestro entendimiento.

v13: “Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; 14 como hijos obedientes, no os conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; 15 sino, como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; 16 porque escrito está: Sed santos, porque yo soy santo.”

Cuando el apóstol Pedro dice: “ceñid los lomos de vuestro entendimiento” nos está diciendo: no se dejen llevar por sus propios pensamientos, ni se dejen estar en sus propios razonamientos. No se aflojen, sino vístanse como para salir, pero con el vestido apropiado para recibir la gracia (el regalo) que nos será dado cuando aparezca Jesucristo.

En la región desde donde se escribe esta carta, la vestimenta típica de Medio Oriente, en Palestina, se compone de prendas que solía  estar sueltas y no pegadas al cuerpo, como actualmente utilizamos nosotros en Occidente. Cuando las personas estaban en sus casas, para mayor comodidad utilizaban estas prendas en forma liviana, y sin ceñirlas, para permitir mejor los movimientos y dar mayor comodidad. Pero cuando las personas se disponían a salir de su casa, y si iban a desplazarse por el exterior, utilizaban un cinto alrededor de la cintura, que la traducción al castellano de los originales expresa como “los lomos”, y que no es otra cosa que la cintura de la persona. En los caminos y en una geografía rica en vegetación desértica, llevar ropas largas y sueltas es sinónimo de quedarse enganchado en cualquier arbusto bajo, o ser molestado por el viento, que constantemente sopla en esas regiones.

 Por todo lo anterior, cuando leemos “ceñir los lomos”, tenemos que entender la frase expresa disposición, estar preparado, no relajado, sino que listo para salir. Pero el autor de la carta lleva esta expresión aún más allá, a una figura espiritual, cuando dice “ceñid los lomos de vuestro entendimiento”, expresando con ello que nuestros sentidos espirituales no deben estar flojos, ni como de entrecasa. Estar alertas, velando, con las lámparas preparadas, serían expresiones equivalentes, que indican que la noche está presente, pero el discípulo de Cristo no se permite el sueño, ya que está atento, esperando que en cualquier momento, se produzca la venida de su Señor.

Es necesario tener presente “de qué espíritu somos”, (somos del Espíritu Santo) para no dejarnos estar, y que no nos sorprenda la venida de Cristo. Porque cuando leemos “cuando Jesucristo sea manifestado”, debemos entender que habla de la manifestación de Jesucristo en su segunda venida, la cual se encuentra muy cerca en este tiempo.

Aquí tenemos una recomendación que es para la Iglesia en este tiempo, ya que una de las características de la Iglesia actual es el seguir las tendencias que se imponen en un mundo globalizado, con modas y pautas que no proceden de lo que la boca del Señor ha hablado, sino empujados por diferentes vientos de doctrina, que hacen el énfasis en cómo lograr objetivos, alcanzar metas, y cumplir proyectos que, antes de ser sometidos a la aprobación de Dios, debiera verificarse cuál es su origen: si en una palabra concreta emitida por el Señor de la Obra, o en un deseo, bueno, loable, destacable, pero que a fin de cuentas esta originado en deseos humanos. Estas características de las que hablamos nos hacen ver, por su ausencia, que no se escucha hablar de arrepentimiento de obras muertas, de denunciar el pecado en cualquiera de sus formas, de enseñar que el dueño de la Iglesia viene con pago y con rescate, para dar su retribución tanto a quien haya obrado con responsabilidad como para quien despilfarra los bienes de su Señor. Dicho en otras palabras, las agendas actuales de la mayoría de los grupos que se llaman iglesias (de Jesucristo) en los comienzos del Siglo XXI, distan mucho de los temas que tocaban los apóstoles en sus cartas dirigidas a las Iglesias de aquellos primeros tiempos.

Para ceñir nuestro entendimiento, debemos ver las señales de los tiempos y entender que el fin ya está a las puertas. Pero esto no se logra en forma descriptiva y enunciativa, con elementos intelectuales, ya que la mente del ser humano tiene una característica esencial: la síntesis, que no es más que la capacidad de resumir y consolidar información, para luego seguir con otras cuestiones, que la misma mente decide que son más importantes. De esta manera, cuando nuestra mente ve las señales del fin, el espíritu de este mundo expresado como el consumo, la compra y venta de bienes, la ansiedad por poseer cada vez más, la multiplicación de la maldad, las señales sobrenaturales que están aconteciendo (como terremotos, desastres, sequías, heladas invernales fuera de estación, inundaciones, vientos huracanados, etc.), tiene la capacidad de resumir, asimilar, y luego guardar la información para aplicarla en el momento adecuado.

Pero no es lo anterior lo que indica el apóstol Pedro, sino que está haciendo referencia a lo que los verdaderos adoradores pueden discernir: el espíritu de Cristo, el cual nos revela y nos enseña todas las cosas, y el que nos alerta, para no estar atentos en lo humano, que nos lleva a estar en temor, en aprehensión, sino para aplicar la sabiduría divina en el momento que el Espíritu de Dios así lo indique. Por eso utiliza la expresión “sed sobrios”.

Ser sobrios y esperar.

La contraposición a lo sobrio es lo ebrio. ¿Quién está ebrio? Aquél que ha sido o se ha embriagado. ¿Con qué clase de “vino” espiritual nos podemos embriagar? Con los afanes y preocupaciones de este siglo, con el “qué comeremos”, “qué vestiremos”, “qué casa o coche nos compraremos”, “cómo será el futuro para nuestros hijos”, “qué clase de fondo de jubilación o pensión necesitaré cuando llegue a una edad avanzada”, “habrá trabajo en los próximos años”, etc. y todos los demás temas que quisiéramos agregar a una lista interminable. Porque nuestro corazón se hace todas estas preguntas: aún cuando queremos apaciguarlo y taparlo, insiste y demanda satisfacción a todos estos interrogantes.

Por eso es importante leer con atención la expresión, que está en modo imperativo y dice “sed”. No hay opción a discutir una orden dada por nuestro Señor. No está sugiriendo, ni tampoco animando, ni se trata de inducir. Es, lisa y llanamente una orden: sed sobrios. Y luego indica el cómo cumplir la orden, porque nuestro amante Padre no nos manda a ejecutar algo sin darnos precisiones y los elementos para que podamos ponerla en práctica. Dice que para ser sobrios, debemos esperar por completo en la gracia que se nos traerá cuando Jesucristo sea manifestado. Es por eso que es muy importante la esperanza. Para que un corazón demandante sea acallado, satisfecho, no podemos alimentarlo con más insatisfacción, con más consumo, con más música, con más películas, con más deportes, con más emociones, con más sentimientos. No, nada de eso. Debemos alimentarlo con la esperanza que se produce cuando esperamos “por completo”.

 Cuando uno espera algo, pospone lo que podría llegar a hacer, o estaba haciendo. Quizá nos preguntan: ¿Qué tienes que hacer? – “Estoy esperando”, es nuestra respuesta. Nos pueden insistir: “Bueno, pero seguramente te puedes hacer un espacio de tiempo, ven con nosotros.” Pero nuestra respuesta es la misma: “Estoy esperando, y debo seguir haciéndolo.”

Tal como en el ejemplo anterior, la esperanza que indica el autor de la carta se apoya en esperar “por completo”, no en parte, no a medias, sino completamente. Como expresamos más arriba, hay en nuestro mundo actual muchas formas de alimentar el corazón, pero la Palabra de Dios nos manda nutrirnos de la gracia que es en Jesucristo.

No adoptar la forma antigua.

Otra indicación para ser sobrio, es comportarse como hijos obedientes, no conformándose a los antiguos deseos, lo que se puede expresar también como “no adoptar la forma” o “no amoldarse” a los deseos que teníamos antes. Es claro que ya no vivimos en pecado, ni practicamos las mismas cosas que practicábamos cuando no teníamos la vida de Cristo. Pero el énfasis acá está en la forma que tomaban los deseos, que luego nos llevaban a cometer pecados, y a vivir en pecado. El pecado ya no está, pero queda la forma, que es un estilo de hacer las cosas, una costumbre de moverse, un saber hacer de acuerdo a un modelo que busca nuestra propia satisfacción.

Estos deseos antiguos nos decían: “tienes que procurar tu interés, nadie lo va a hacer por ti”, “busca tu felicidad, es lo más importante”, “ama a quienes te aman, ellos son importantes en tu vida”, etc. Como se puede apreciar, eran deseos genuinos pero fundados en el gobierno que ejercía nuestro egoísmo, en el centro de nuestra vida. Si trasladamos estos deseos y su forma a la vida en Cristo, deseamos para nosotros bendiciones y prosperidad, pedimos que Dios bendiga aquello que ya hemos planeado bajo nuestros propios conceptos humanos, con objetivos santos, pero nacidos de nuestro propio corazón. A su vez, entendemos que Dios desea nuestra felicidad en Cristo, por lo tanto no podemos entender que El esté interesado en probarnos ni someternos a sufrimientos, sino que buscará nuestro beneficio, según lo que nosotros entendemos en nuestra propia mente, como “bueno” para nosotros.

Otro punto importante en la “forma antigua” es la idea de que lo que Dios no aprueba, el pecado, no se debe practicar (y sigue vigente). Pero que los deseos que empujaban a la práctica de ese pecado siguen estando, se siguen manteniendo en estado latente. Esto ocurre porque nuestro hombre exterior (la carne, según el apóstol Pablo), también denominado como “los deseos de nuestra vieja naturaleza”, no quieren ser destruidos, y para no sufrir esta destrucción se disimulan y mimetizan en nuestra vida cristiana, y asumen las características de lo santo, de aquello que proviene de Dios. De esta manera, pueden seguir viviendo, y haciendo su propia voluntad, en tanto esperan el momento oportuno para manifestarse en su plenitud. Como no han sido destruidos, pueden mantenerse en estado de hibernación, pero no por ello dejan de estar activos. Lentamente, estos deseos se incorporan a nuestra “vida cristiana”. Así, es como luego queremos “hacer la obra de Dios”, pero para cumplir y dar lugar a estos deseos antiguos, que asumen diversas formas: la necesidad de reconocimiento se disfraza de “hago lo que me gusta (música, arte, trabajos manuales, evangelismo, ayuda social, visita a hospitales, etc.) (argumentando que es) para CRISTO”, la falta de perdón en mi interior se expresa como “clamar por la justicia de Dios”, la rebeldía de mi corazón es manifiesta como “la libertad que tenemos en Cristo Jesús”, la pereza y falta de disciplina se disimula como “vivir en la gracia y la misericordia de Dios, no en condenación”, etc.

La contraposición a lo anterior la da el texto, cuando dice “sino”. Este “sino” marca la contraparte, cómo contrarrestar y modificar esa forma que traemos en la naturaleza caída de nuestra vieja vida. No es ni más ni menos que la santidad, un concepto que está en la Escritura de principio a fin, toda vez que Dios se manifiesta como el Dios invisible, creador, pero por sobre todo santo, inmaculado, de tal manera que no puede dejarse ver por hombre alguno, ni tampoco se puede hallar modo de habitar con El, ya que su morada no está entre los mortales. La santidad de Dios es y opera como esencia y atributo de su persona. Dios es santo y a su vez genera santidad, por su palabra expresa.

Qué es la santidad

Lo santo es lo apartado, lo que reviste las características de quién lo ha declarado santo. Aquí encontramos un punto importante y determinante, porque podemos hablar y escribir muchas páginas acerca de la santidad, o de lo que significa ser santo. Pero la única manera de lograr esa condición de santo es a través de dos hechos fundamentales: El primero, la declaración de Dios mismo, a través de su Palabra, cuando declara santo a una cosa o una persona. Y el segundo, tan importante como el primero, es cuando la persona asume por fe esa declaración que Dios ha hecho, la cree, y se comporta como tal. Allí opera puntualmente el Espíritu de Verdad, el Espíritu de Dios, y es quien va guiando al hijo de Dios en todas las cosas, para guardar esa santidad. Es un proceso doble: En un primer sentido, el discípulo desecha todo aquello que naturalmente va en contra de los deseos y la voluntad de su Maestro. Pero en el segundo sentido, el Maestro le imparte su mismo Espíritu, de tal manera que el hijo de Dios no se encuentra solo queriendo resguardar la santidad como un tesoro que puede perder, sino que la puede perfeccionar porque el Espíritu le va guiando a toda verdad.

El concepto de santidad no es como adjetivo calificativo que le cabe a una persona por sus cualidades morales (porque no peca es un hombre santo, porque nunca se enoja es un varón santo, porque no da cabida a malos pensamientos es una persona santa, porque no responde a las agresiones es un individuo santo, etc.) sino que la santidad opera como atributo intrínseco, ya que Dios lo ha declarado santo y él le ha creído a Dios totalmente. Entonces, la santidad es inherente a su nueva naturaleza, y por esa naturaleza no hace pecado, no genera enojos, responde con el bien al mal que recibe, etc. porque los frutos de la santidad se manifiestan.

Lo que hemos manifestado en el párrafo anterior tira abajo totalmente con nuestro concepto humano de santidad, ya que ese concepto es un ideal que nunca puede alcanzarse, ya que depende de una ascensión en progresivo que nunca puede perfeccionar lo que Dios ya ha decretado como inservible; la naturaleza humana. Tan inservible la ha decretado Dios, que le ha puesto sentencia de muerte, para que en su lugar sea implantado el Espíritu de Cristo. En cambio, como Dios llama a las cosas que no son como si fueran, y da vida a lo que se encuentra en estado de muerte por su Palabra que es viva y eficaz, nos declara santos a nosotros, si aceptamos su mandato: “Sed santos, porque yo soy santo”. Esta expresión dice en otras palabras: “Uds. participan de mi misma naturaleza, por lo tanto, no pueden ser distintos a mí.

 Yo soy santo, por lo tanto, Uds. También lo son.” Creer esto es aceptar la misma naturaleza de Dios, que ya nos ha sido dada. No creer lo que Dios dice, es hacerlo a Dios mentiroso, diciendo que El no puede hacernos santos, y por extensión, que no tiene poder en nuestras vidas.

¿Hasta dónde tiene que llegar nuestra santidad?

Otro de los inconvenientes que tiene el concepto humano de santidad es que la santidad no es aplicable al 100% de los momentos de la vida de una persona, ya que hay instantes donde aparecen las debilidades, y la santidad se mancha o ensombrece. Pero lo que leemos en esta 1° Carta del Apóstol Pedro rebate totalmente dicho concepto, porque indica “sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir”.

Hemos visto líneas más arriba sobre cómo la forma o la manera de la vieja vida, puede moldear nuestra nueva vida en Cristo. Pedro no solamente manda desechar aquella forma vieja, sino que prescribe que la santidad que Dios nos ha dado tiene que llegar hasta la totalidad de nuestra manera de vivir. O sea, nos está diciendo: “La santidad es un hecho indiscutible, ya que Dios mismo la ha declarado para vuestras vidas. Uds. fueron llamados y respondieron a un Dios santo. Ahora lo que les toca hacer es lograr que esa santidad se meta hasta los rincones más extremos de la manera en que viven actualmente. No solamente sean santos por una declaración divina, sino que decidan llevar esa santidad a todos los lugares de su persona. Que la forma y costumbres que actualmente utilizan en su vida, refleje esa santidad que proviene del Aquél que los llamó”.

La santidad de Dios entonces impregna nuestra vida, y le da una nueva forma, ya que esa forma es el reflejo de la santidad que está dentro de nosotros. Cuando vemos este punto, muchas cosas que nosotros tenemos en nuestra vida como ciertas pueden empezar tranquilamente a desmoronarse, ya que el Espíritu Santo comienza un proceso de revisión de toda nuestra forma de vida, y toca todos los temas internos y externos, comenzando por las intenciones del corazón y llegando incluso hasta indicarnos qué tipo de ropa hemos de usar, pasando por todas las áreas de nuestra vida. En esto que estamos analizando a la luz de la carta de Pedro, no hay recetas prescriptas, sino que, una relación diaria y viva con el Señor y su Espíritu Santo es insustituible para poder llevar a cabo este mandato del Señor en las palabras de nuestro hermano.

Para expresar la contraparte de lo que hemos visto en el apartado sobre la “forma antigua”, el concepto de santidad para nuestras vidas se mete con esos deseos que teníamos antes de conocer a Cristo y que son deseos genuinos en nuestra vieja vida. Son tan genuinos que los consideramos parte nuestra, y hasta pensamos que si vivimos sin ellos nos vamos a despersonalizar, que no vamos a ser nosotros mismos, que podemos llegar a ser fanáticos espirituales, o fundamentalistas, sin voluntad propia, llevados de aquí para allá por un misticismo religioso. Tal es el arma que utiliza nuestra vieja naturaleza para convencernos que los tenemos que dejar vivir, y que de vez en cuando debemos alimentar estos deseos, que no son malos. Esto que estamos analizando es un engaño y pretende destruir las palabras que el Espíritu Santo ha hablado por medio de Jesucristo cuando dijo: “El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva.” (Jn. 7:38)

La promesa de la palabra de Dios es que la vida fluirá de tal manera de nuestro interior, que reemplazará todos los deseos antiguos, en la medida que nosotros lo permitamos, ya que Dios no despersonaliza a nadie, ni va en contra de la voluntad de ningún ser humano. Este fluir no es mecánico ni automático, sino que necesita de la concurrencia de nuestra voluntad, pero no depende de nuestras fuerzas o intelecto, sino que se afirma en un corazón limpio, y un espíritu quebrantado delante del Señor. Tal situación es posible mediante un ministrar en lo secreto al Señor, en nuestro lugar más secreto que tengamos, y bajo su luz admirable. ¡A El sea la gloria y la honra por su designio y por su propósito de formar en nosotros el Espíritu de Cristo! ¡¡Aleluya!!

Debemos decir también que en el pasado, hermanos bien intencionados intentaron reemplazar con buenos preceptos y sanos consejos, esta “guía personalizada” que imparte el Espíritu Santo a quienes buscan perfeccionar la santidad. Pero que tales experimentos no fueron felices y llevaron a fracasos, desilusiones, y a vidas sometidas a las voluntades de otras personas, tan humanos como ellos. Esto derivó en desengaños espirituales, y a muchos apartados del camino de Jesucristo, por no tener luz y revelación de parte de Él.

Es por todo esto expresado que podemos afirmar que la relación personal con Dios que se da por escudriñar las Escrituras, y la oración y meditación en lo personal (tal cual lo enseñó Jesucristo en el Evangelio de Mateo Cap. 6) no puede nunca ser sustituido por la relación con un hermano (o hermanos) en la fe, y a la misma vez la relación con el Cuerpo de Cristo por medio de la comunión de los santos tampoco puede ser sustituida por una relación directa con Dios en lo personal, por muy espiritual que esto último parezca.

Las dos cosas anteriores son insustituibles y están estrechamente ligadas entre sí, ya que una de ellas lleva a la otra, y viceversa, complementándose mutuamente y ha sido declarado por medio de la Palabra de Dios, que expresa en las cartas del apóstol Juan, “el que dice que ama a Dios, ame también a sus hermanos”.

El amor fraternal no fingido

Y el autor de la carta conoce muy bien esto que estamos expresando (o que intentamos expresar a partir de su carta), ya que conoce por el Espíritu (no en la carne, aunque sí tuvo oportunidad de verlo) quién es el Autor de nuestro llamamiento. Y por lo tanto, deriva el tema en el versículo 22 a esto que denomina el “amor entre hermanos sin fingimiento”.

v22 Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro;

El dice que este amor se expresa luego de haber purificado los corazones mediante la obediencia a la verdad. O sea, no es el resultado de una cuestión puramente afectiva, de sentimientos o emociones. Este amor procede de un alma purificada, pero no por un acto instantáneo, o mágico, sino mediante el acto de obediencia, y de obediencia a la verdad. Lo que esta purificado es lo que no está mezclado. Como decíamos anteriormente, quitar los deseos entremezclados de la vieja vida es purificar el alma, quitando, destruyendo y rechazando todo lo que no proviene de fe. Al operarse la purificación es “para” que se concrete el “amor fraternal no fingido”. O dicho de otra manera, todo lo que se escribió acerca de la purificación es para poder destilar un amor fraternal no fingido, que surge de las mismas “entrañas” del cuerpo de Cristo, de su mismo corazón.

Es notable cómo se refiere al tema de un amor que tiene una característica: No fingido. Y cabe la pregunta, entonces: ¿Se puede fingir este tipo de amor? La respuesta es sí, se puede fingir. Ya que si el corazón no ha sido obediente a la verdad, no ha desechado entonces las formas antiguas, no ha cumplido con la pauta establecida por el Señor cuando dice: “Sed santos, porque yo soy santo”, entonces no le queda más remedio que hacer una parodia, un fingimiento, sabiendo que no es genuino, pero necesita ese ropaje de pseudo amor para poder seguir encubriendo los deseos y formas antiguas que se resisten a morir.

Y aquí encontramos la clave de por qué es necesaria la vida en comunión con el cuerpo de Cristo. Porque es allí, por medio del partimiento del pan y de la participación de la copa, que se discierne el verdadero Cuerpo de Cristo. Donde quedan expuestas todas las cosas, delante de Aquel que todo lo ve, y todo lo escudriña. En lo personal podemos llegar a ser excelentes personas, verdaderos campeones de la espiritualidad o de la contemplación de las cosas celestiales. Pero cuando somos puestos en medio de la casa de Dios, que es su Iglesia, es en ese lugar donde se revela y aparece nuestro verdadero crecimiento y estatura dentro del cuerpo de Cristo.

CONCLUSIÓN

Nuestra esperanza tiene que ser cierta y fundada, para poder ser una esperanza viva. No se puede alimentar de cosas existenciales, ni de modas, ni caprichos, de acuerdo a los vaivenes de este tiempo. Tiene que estar asentada en la roca que es Cristo Jesús, para lo cual no necesita embriagarse con el tiempo presente, sino entender el tiempo presente.

Pero a su vez, debemos cimentarla, alimentarla, cuidarla y purificarla, porque de las pruebas y de las tribulaciones se ocupa el Espíritu Santo. Pero nos toca a nosotros ser celosos de purificar esa esperanza, siendo obedientes a la verdad, desechando las formas antiguas. El resultado de esta purificación, llamada santidad, es el amor hacia los hermanos. Porque a su vez, no hay esperanza tan personal ni tan única, que no dependa del cuerpo de Cristo, ni prescinda de la vida en comunión con los hermanos en la fe, siendo la única manera de poder tener la certeza de que no es una esperanza en vano.

Que el Padre Eterno, el Señor Jesucristo y el Espíritu Santo alumbren nuestro entendimiento espiritual para dejar que El obre en nuestras vidas, haciendo nuestra parte, en completa dependencia de El. Amén.